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miércoles, 30 de junio de 2010

¿ES UN LUJO LA FILOSOFÍA? (por Pierre Hadot)

¿Es un lujo la filosofía? Aquello que es un lujo es costoso e inútil. Tendríamos que referirnos, pues, muy brevemente, a lo que se podría llamar el aspecto económico de esta cuestión, es decir, las condiciones financieras indispensables para filosofar en nuestro mundo moderno. Pero porfundizar en este aspecto nos conduciría al problema general, sociológico, de la desigualdad de oportunidades en las carreras. Evidentemente, nos detendremos en el problema de la utilidad de la filosofía. Nos aparecerá entonces que la cuestión planteada nos obliga a interrogarnos necesariamente sobre la definición misma de la filosofía. Y, finalmente, más allá incluso de la naturaleza de la filosofía, nuestra reflexión nos conducirá al drama de la condición humana.

Los que no son filósofos consideran en general la filosofía como un lenguaje abstruso, un discurso abstracto, que un pequeño grupo de especialistas, los únicos que pueden comprenderlo, desarrolla sin fin a propósito de cuestiones incomprensibles y sin interés; una ocupación reservada a algunos privilegiados que, gracias a su dinero o a un afortunado concurso de circunstancias, tienen el tiempo libre (loisir) para dedicarse a ella; un lujo, pues. Y hay que reconocer que ya para que un solo alumno pueda convertirse en candidato para el examen final (baccalauréat), para que acceda al privilegio de redactar la presente disertación filosófica, han sido necesarios importantes gastos financieros asumidos por sus padres y por los contribuyentes. Y ¿para qué le servirá a él realmente, “en la vida”, haber redactado este ejercicio de estilo? En nuestro mundo moderno, donde reina la técnica científica e industrial, donde todo se evalúa en función de la rentabilidad o el éxito comercial, ¿para qué puede servir discutir las relaciones entre verdad y subjetividad, mediato e inmediato, contingencia y necesidad, o la duda metódica en Descartes? Por otra parte, es verdad que la filosofía dista mucho de estar totalmente ausente del mundo moderno, es decir, de las pantallas de televisión, puesto que, en general, el hombre contemporáneo no tiene la sensación de percibir verdaderamente el mundo exterior hasta que lo ve reflejado en esos pequeños cuadriláteros. Se muestra de tiempo en tiempo en la televisión a algún filósofo en tal o cual emisión: ellos seducen generalmente al público por su arte de hablar, se compra su libro al día siguiente, se hojean las primeras páginas, antes de cerrar definitivamente la obra, rechazado la mayor parte de las veces por la incomprensible jerga. Pero todo eso se experimenta precisamente como un lujo de privilegiados, como asunto de un “mundo muy pequeño” sin influencia sobre las grandes opciones de la vida.

La gloria de la filosofía, responderán algunos filósofos, es precisamente ser un lujo y un discurso inútil. En principio, si no hubiera nada más que lo útil en el mundo el mundo sería irrespirable. La poesía, la música, la pintura, también son inútiles. No mejoran la productividad. Y, sin embargo, son indispensables para la vida. Ellas nos liberan de la urgencia utilitaria. Este es, igualmente, el caso de la filosofía. Sócrates, en los diálogos de Platón, insiste a sus interlocutores en que tienen todo su tiempo para discutir, en que nada les presiona. Y es verdad que hace falta para ello calma (loisir), como también hace falta calma para pintar, para componer música y poesía.

Y es precisamente el papel de la filosofía el de revelar a los hombres la utilidad de lo inútil o, si se quiere, el de enseñarles a distinguir entre dos sentidos de la palabra “útil”. Hay aquello que es útil para tal fin particular: la calefacción, la iluminación, los transportes; y hay aquello que es útil al hombre en cuanto hombre, en cuanto ser pensante. El discurso de la filosofía es útil en este último sentido, pero es un lujo si sólo se considera útil aquello que sirve para fines particulares y materiales.

¿Se puede dar una definición general de esta filosofía concebida como un discurso teórico? Es muy difícil encontrar un denominador común entre las diferentes tendencias. Quizá se podría decir que es común a los estructuralistas y a los analíticos –por poner el ejemplo de dos grupos importantes– desarrollar un discurso reflexivo a propósito de todas las formas de discurso humano, sea científico, técnico, político, artístico, poético, filosófico o cotidiano. La filosofía sería entonces una suerte de metadiscurso, que no se contentaría solo con describir los discursos humanos, sino que los criticaría en nombre de aquello que es preciso llamar las exigencias de la razón, incluso si esta noción de “razón” es puesta ella misma en cuestión por la mayor parte de esos discursos reflexivos. Y es necesario también reconocer que, desde Sócrates, este discurso sobre el discurso ha sido un aspecto de la filosofía.

Sin embargo, es difícil estar satisfecho con esta solución. Si la mayor parte de los hombres considera la filosofía como un lujo es, sobre todo, porque les parece infinitamente alejada de aquello que hace la substancia de su vida: sus éxitos, sus sufrimientos, sus angustias, la perspectiva de la muerte que les espera y que espera a los que ellos aman. Frente a esta realidad aplastante de la vida, el discurso filosófico sólo les puede aparecer como un vano parloteo y un lujo irrisorio. “Palabras, palabras, palabras”, decía Hamlet. ¿Qué es, finalmente, lo más útil al hombre en cuanto hombre? ¿Es el discurrir sobre el lenguaje, o sobre el ser y el no-ser? ¿No es, ante todo, aprender a vivir una vida humana?
Hemos evocado hace un momento los discursos de Sócrates, discursos sobre el discurso de otros. Ellos no estaban destinados, sin embargo, a construir un edificio conceptual, un discurso puramente teórico, sino que eran una conversación viva, de hombre a hombre, que no estaba separada de la vida cotidiana. Sócrates es un hombre de la calle. Habla con todo el mundo, recorre los mercados, las salas de deporte, los talleres de los artesanos, las tiendas de los comerciantes. El observa y discute. No pretende saber ninguna cosa. El solamente interroga, y aquellos a los que interroga se interrogan entonces sobre sí mismos. Ellos se ponen entonces a sí mismos en cuestión, a sí mismos y a su manera de actuar.

Desde esta perspectiva, el discurso filosófico ya no es un fin en sí, sino que está al servicio de la vida filosófica. Lo esencial de la filosofía ya no es el discurso, sino la vida, la acción. Toda la Antigüedad ha reconocido que Sócrates ha sido filósofo más por su vida y por su muerte que por sus discursos. Y la filosofía antigua ha permanecido siempre socrática en la medida en que se ha presentado siempre a sí misma como un modelo de vida más que como un discurso teórico. El filósofo no es especialmente un profesor o un escritor, sino un hombre que ha hecho una cierta elección de vida, que ha adoptado un estilo de vida, epicúreo o estoico por ejemplo. El discurso juega sin duda un papel importante en esta vida filosófica: la elección de vida se expresa en “dogmas”, en la descripción de una cierta visión del mundo, y esta elección de vida permanece viva gracias al discurso interior del filósofo que se rememora los dogmas fundamentales. Pero este discurso está ligado a la vida y a la acción.

Se vislumbra así un tipo de filosofía que se identifica en cierto modo con la vida del hombre, la vida de un hombre consciente de sí mismo, que rectifica sin cesar su pensamiento y su acción, consciente de su pertenencia a la humanidad y al mundo. En este sentido, la famosa fórmula “filosofar es aprender a morir” es una de las definiciones más adecuadas que se han dado de la filosofía. Desde la perspectiva de la muerte cada instante aparecerá como una oportunidad milagrosa e inesperada y cada mirada dirigida al mundo nos dará la impresión de que lo vemos por primera y quizá por última vez. Nos daremos cuenta entonces del misterio insondable del surgimiento del mundo. El reconocimiento de este carácter en cierto modo sagrado de la vida y de la existencia nos conducirá a comprender nuestra responsabilidad hacia los otros y hacia nosotros mismos. Los antiguos encontraron en esa conciencia y en esa actitud de vida la serenidad, la tranquilidad de alma, la libertad interior, el amor de otro, la certidumbre de la acción. Se puede observar en ciertos filósofos del siglo XX, como Bergson, Lavelle o Foucault, por ejemplo, una cierta tendencia a volver a esta concepción antigua de la filosofía.

Aparentemente una filosofía tal no puede ser un lujo, puesto que está ligada a la vida misma. Será más bien una necesidad elemental para el hombre. Por ello las filosofías como el epicureísmo o el estoicismo pretendías ser universales. Al proponer al hombre el arte de vivir como hombre, se dirigían a todos los seres humanos: esclavos, mujeres, extranjeros. Eran misioneras, buscaban convertir a las masas.

Pero en vano. Porque no hemos de hacernos ilusiones: esta filosofía concebida como un modo de vida no puede ser ahora ni nunca otra cosa que un lujo. El drama de la condición humana consiste en que es imposible no filosofar y al mismo tiempo imposible filosofar. Están abiertas al hombre, por su conciencia filosófica, la profusión de maravillas del cosmos y de la tierra, una percepción más aguda, una riqueza inagotable de relaciones con los otros hombres, con las otras almas, la invitación a actuar con benevolencia y justicia. Pero las preocupaciones, las necesidades, las banalidades de la vida cotidiana, le impiden acceder a esa vida consciente de todas sus posibilidades. ¿Cómo unir armoniosamente la vida cotidiana y la conciencia filosófica? Eso no puede ser sino una conquista frágil y siempre amenazada. “Todo aquello que es bello”, dice Spinoza al final de la Etica, “es tan difícil como raro”. Y ¿cómo podrían atender a esa conciencia los millares de hombres oprimidos por la miseria y el sufrimiento? Ser filósofo, ¿no será, entonces, sufrir este aislamiento, este privilegio, este lujo, y tener siempre presente en el espíritu este drama de la condición humana?

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