Buscar este blog

sábado, 21 de enero de 2012

La cultura de la hiperfragmentación

Por Jorge Majfud*


Una vez en África, con razón, un kimwane me cuestionaba por qué yo decía que aquellas costas eran un paraíso de belleza y tranquilidad, fuera de todos los mapas, y al mismo tiempo extrañaba las agotadoras batallas del mundo occidental. Después de muchos meses decidí volver. Porque nadie puede irse a una isla en el medio del océano Índico sin llevarse su mundo adentro. Y porque el admirable y el despreciable Occidente es mi mundo, o la mayor parte de mi mundo.

Desde entonces creo que no hay mejor espacio para observar una realidad que un espacio fronterizo. Involucrarse en esa realidad es básico para conocerla, pero no necesariamente favorable a la observación de la misma.

Una de esas fronteras puede ser generacional y cultural: la que (aparentemente) separa la cultura del libro de la cultura digital.

Desde fines del siglo XX muchos escritores publicamos en libro, aunque con reservas, nuestro optimismo sobre la revolución digital. La red venía a confirmar con su potencial interactivo la idea de que si la biosfera era el cuerpo de un ser vivo único (la Gaia de J. Lovelock), bien podríamos considerar la estratósfera y las redes de comunicación como su cerebro, donde las conexiones eran las dendritas y los individuos las neuronas.

El optimismo estaba sustentado (aún lo está), en el potencial democratizador de la información, de la cultura y de los medios de producción, con lo cual la democracia directa ya no tendría obstáculos para sustituir finalmente a las anacrónicas democracias representativas. Así, pronto los parlamentos se convertirían en lo que hoy son los reyes en Europa.

Todo esto estaba (está) en la misma línea humanística de liberación de los individuos de las autoridades fácticas, políticas o intelectuales considerados desde la revolución intelectual del siglo XVII alrededor del Mediterráneo. El fenómeno de Internet no era (no es) mayor ni menor al producido por la revolución del libro impreso en el siglo XV y de la prensa en el siglo XVIII y XIX.

Nada de estas posibilidades ha fracasado hoy en día, pero la experiencia del momento nos muestra cada día los peligros de todo optimismo. Por ejemplo, cuando los medios se convierten en fines. Cuando los instrumentos de liberación se convierten en una adicción que, además, fomentan la superstición de la libertad y la liberación del mismo adicto por el simple hecho de tener acceso a la droga.

Aparte de las enormes inversiones de tiempo que alguien hace en las “redes sociales” (es decir, en los cementerios digitales) como Facebook o Twitter, lo que debería preocupar más es qué habilidades se ganan y qué habilidades se pierden cuando esa práctica fraccionada y repetitiva traspasa un límite X y se convierte en autismo social, una de las enfermedades menos visibles y más universales de nuestro tiempo.

No debemos olvidar que el optimismo sobre el potencial democratizador de la televisión terminó entre dos pesados signos de interrogación. La idea de “caja boba” en realidad no tenía nada de boba para los poderes fácticos del siglo XX. Los perjudicados fueron aquellos que desarrollaron sus potenciales intelectuales dentro de la adicción y de los límites estrechos de ese medio, mientras los administradores del poder mundial seguían formándose en la cultura escrita de las universidades.

Lo mismo podríamos decir de la radio. Si bien fue, y aún lo es hoy, un medio positivo en el proceso de democratización de la información, también es cierto que la Alemania nazi no hubiese llegado a los extremos que llegó sin la revolución propagandística que hizo posible el nuevo medio, por citar sólo un ejemplo clásico y extremo.

Claro, algunos acusarán que también el libro fue usado como medio central en la difusión del marxismo, etc. Para bien y para mal, es cierto. En cualquier caso la observación confirma el punto central en este momento: qué habilidades intelectuales se están perdiendo en nombre de un conformismo basado en las ventajas de un nuevo medio.

Se pueden observar experimentos en “tiempo real” sobre los hábitos de lectoescritura de las nuevas generaciones. En una abrumadora mayoría, no son muy alentadoras si venimos con la molesta idea de la democracia y la liberación del individuo y de los pueblos basada no en la mera información sino en la formación misma del individuo. Una formación no basada en el mito de la libertad sino en la liberación de un pensamiento crítico. Y para esto es necesario un ejercicio intelectual que incluya alguna constancia, alguna concentración, algún “ir a fondo” alejado de falsas urgencias, alentadas por la ansiedad del consumidor (producto típico y necesario del último capitalismo) más que por la urgencia real de los hechos.

Como ya anotamos mucho antes, una característica del lector digital, al menos por el momento, radica en la hiperfragmentación. Esto no significa que en este tipo de lectura digital no pueda surgir un pensamiento crítico. Ejemplos contrarios hay de sobra. Pero en términos generales, no veo cómo se podría estimular la riqueza intelectual sustituyendo completamente una habilidad por otra, en este caso la lectura de largo aliento y concentración, propia del libro tradicional, por la lectura fragmentada de la red.

Si buscamos indicios concretos sobre las potencialidades de los nuevos grupos encontraremos que la gran novedad radica en cierta forma de “cooperative work”. Un ejemplo paradigmático es Wikipedia. En otros casos menos defendibles, las empresas usan a los usuarios de forma gratuita para sustituir empleados asalariados.

En cualquier caso, la nueva generación sigue mostrando que la creatividad depende de unos pocos individuos. Hay faraónicos trabajos colectivos, trabajos de hormiga, pero no hay grandes inventos o innovaciones colectivas. Incluida la revolución digital y sus novedades de turno, todas son producto de individuos o de pequeños grupos trabajando en una dinámica de investigación tradicional. La mayoría, por no decir casi todos los consumidores de esos inventos, está hiper-ocupada en enviar mensajes para que el mundo sepa a qué hora se levantaron hoy, qué están haciendo en este momento y cuál es su real estado de ánimo, según un menú de siete opciones diseñado por algún doctor en marketing que vive en California.

Siempre es más fácil profetizar cambios radicales que continuidades. Los astrólogos y demás profetas no resisten anunciar el fin del mundo para mañana o la muerte del libro y de la bicicleta. Y los libros seguirán siendo espacios para una forma de pensamiento de largo aliento. Al final, la mayoría de las veces, lo que ocurre es sólo la muerte de los astrólogos y profetas. Aunque la humanidad ha sido capaz de inventos y revoluciones admirables, probablemente todavía seguimos soñando, amando y odiando como en tiempos de Akenatón. Y si bien no pensamos como entonces, seguramente repetimos lo mismos errores derivados del abuso del optimismo.

En cualquier caso este es nuestro mundo. Podemos criticarlo, podemos tratar de cambiarlo, pero no podemos renunciar a él. Tampoco deberíamos rendirnos ante la autocomplacencia colectiva.

Para eso están algunos políticos de turno en el poder de turno.

Publicado por Jorge Majfud el 21/06/2010 en Sociopolítica

*Escritor uruguayo, nacido en Tacuarembó, en 1969. Estudió arquitectura graduándose en la Universidad de la República. Es doctor en Literatura Hispánica por la Universidad de Georgia. En la actualidad se dedica íntegramente a la literatura y a sus artículos en diferentes medios de comunicación. Enseña Literatura Latinoamericana en The University of Georgia, Estados Unidos

Tomado de http://www.ellibrepensador.com/2010/06/21/la-cultura-de-la-hiperfragmentacion-ii/

Más información, menos conocimiento

Por Mario Vargas Llosa


Nicholas Carr estudió Literatura en Dartmouth College y en la Universidad de Harvard y todo indica que fue en su juventud un voraz lector de buenos libros. Luego, como le ocurrió a toda su generación, descubrió el ordenador, el Internet, los prodigios de la gran revolución informática de nuestro tiempo, y no sólo dedicó buena parte de su vida a valerse de todos los servicios online y a navegar mañana y tarde por la Red; además, se hizo un profesional y un experto en las nuevas tecnologías de la comunicación sobre las que ha escrito extensamente en prestigiosas publicaciones de Estados Unidos e Inglaterra.

Un buen día descubrió que había dejado de ser un buen lector, y, casi casi, un lector. Su concentración se disipaba luego de una o dos páginas de un libro, y, sobre todo si aquello que leía era complejo y demandaba mucha atención y reflexión, surgía en su mente algo así como un recóndito rechazo a continuar con aquel empeño intelectual. Así lo cuenta: "Pierdo el sosiego y el hilo, empiezo a pensar qué otra cosa hacer. Me siento como si estuviese siempre arrastrando mi cerebro descentrado de vuelta al texto. La lectura profunda que solía venir naturalmente se ha convertido en un esfuerzo".

Preocupado, tomó una decisión radical. A finales de 2007, él y su esposa abandonaron sus ultramodernas instalaciones de Boston y se fueron a vivir a una cabaña de las montañas de Colorado, donde no había telefonía móvil y el Internet llegaba tarde, mal y nunca. Allí, a lo largo de dos años, escribió el polémico libro que lo ha hecho famoso. Se titula en inglés The Shallows: What the Internet is Doing to Our Brains y, en español, Superficiales: ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (Taurus, 2011). Lo acabo de leer, de un tirón, y he quedado fascinado, asustado y entristecido.

Carr no es un renegado de la informática, no se ha vuelto un ludita contemporáneo que quisiera acabar con todas las computadoras, ni mucho menos. En su libro reconoce la extraordinaria aportación que servicios como el de Google, Twitter, Facebook o Skype prestan a la información y a la comunicación, el tiempo que ahorran, la facilidad con que una inmensa cantidad de seres humanos pueden compartir experiencias, los beneficios que todo esto acarrea a las empresas, a la investigación científica y al desarrollo económico de las naciones.

Pero todo esto tiene un precio y, en última instancia, significará una transformación tan grande en nuestra vida cultural y en la manera de operar del cerebro humano como lo fue el descubrimiento de la imprenta por Johannes Gutenberg en el siglo XV que generalizó la lectura de libros, hasta entonces confinada en una minoría insignificante de clérigos, intelectuales y aristócratas. El libro de Carr es una reivindicación de las teorías del ahora olvidado Marshall MacLuhan, a quien nadie hizo mucho caso cuando, hace más de medio siglo, aseguró que los medios no son nunca meros vehículos de un contenido, que ejercen una solapada influencia sobre éste, y que, a largo plazo, modifican nuestra manera de pensar y de actuar. MacLuhan se refería sobre todo a la televisión, pero la argumentación del libro de Carr, y los abundantes experimentos y testimonios que cita en su apoyo, indican que semejante tesis alcanza una extraordinaria actualidad relacionada con el mundo del Internet.

Los defensores recalcitrantes del software alegan que se trata de una herramienta y que está al servicio de quien la usa y, desde luego, hay abundantes experimentos que parecen corroborarlo, siempre y cuando estas pruebas se efectúen en el campo de acción en el que los beneficios de aquella tecnología son indiscutibles: ¿quién podría negar que es un avance casi milagroso que, ahora, en pocos segundos, haciendo un pequeño clic con el ratón, un internauta recabe una información que hace pocos años le exigía semanas o meses de consultas en bibliotecas y a especialistas? Pero también hay pruebas concluyentes de que, cuando la memoria de una persona deja de ejercitarse porque para ello cuenta con el archivo infinito que pone a su alcance un ordenador, se entumece y debilita como los músculos que dejan de usarse.

No es verdad que el Internet sea sólo una herramienta. Es un utensilio que pasa a ser una prolongación de nuestro propio cuerpo, de nuestro propio cerebro, el que, también, de una manera discreta, se va adaptando poco a poco a ese nuevo sistema de informarse y de pensar, renunciando poco a poco a las funciones que este sistema hace por él y, a veces, mejor que él. No es una metáfora poética decir que la "inteligencia artificial" que está a su servicio, soborna y sensualiza a nuestros órganos pensantes, los que se van volviendo, de manera paulatina, dependientes de aquellas herramientas, y, por fin, en sus esclavos. ¿Para qué mantener fresca y activa la memoria si toda ella está almacenada en algo que un programador de sistemas ha llamado "la mejor y más grande biblioteca del mundo"? ¿Y para qué aguzar la atención si pulsando las teclas adecuadas los recuerdos que necesito vienen a mí, resucitados por esas diligentes máquinas?

No es extraño, por eso, que algunos fanáticos de la Web, como el profesor Joe O'Shea, filósofo de la Universidad de Florida, afirme: "Sentarse y leer un libro de cabo a rabo no tiene sentido. No es un buen uso de mi tiempo, ya que puedo tener toda la información que quiera con mayor rapidez a través de la Web. Cuando uno se vuelve un cazador experimentado en Internet, los libros son superfluos". Lo atroz de esta frase no es la afirmación final, sino que el filósofo de marras crea que uno lee libros sólo para "informarse". Es uno de los estragos que puede causar la adicción frenética a la pantallita. De ahí, la patética confesión de la doctora Katherine Hayles, profesora de Literatura de la Universidad de Duke: "Ya no puedo conseguir que mis alumnos lean libros enteros".

Esos alumnos no tienen la culpa de ser ahora incapaces de leer Guerra y Paz o El Quijote. Acostumbrados a picotear información en sus computadoras, sin tener necesidad de hacer prolongados esfuerzos de concentración, han ido perdiendo el hábito y hasta la facultad de hacerlo, y han sido condicionados para contentarse con ese mariposeo cognitivo a que los acostumbra la Red, con sus infinitas conexiones y saltos hacia añadidos y complementos, de modo que han quedado en cierta forma vacunados contra el tipo de atención, reflexión, paciencia y prolongado abandono a aquello que se lee, y que es la única manera de leer, gozando, la gran literatura. Pero no creo que sea sólo la literatura a la que el Internet vuelve superflua: toda obra de creación gratuita, no subordinada a la utilización pragmática, queda fuera del tipo de conocimiento y cultura que propicia la Web. Sin duda que ésta almacenará con facilidad a Proust, Homero, Popper y Platón, pero difícilmente sus obras tendrán muchos lectores. ¿Para qué tomarse el trabajo de leerlas si en Google puedo encontrar síntesis sencillas, claras y amenas de lo que inventaron en esos farragosos librotes que leían los lectores prehistóricos?

La revolución de la información está lejos de haber concluido. Por el contrario, en este dominio cada día surgen nuevas posibilidades, logros, y lo imposible retrocede velozmente. ¿Debemos alegrarnos? Si el género de cultura que está reemplazando a la antigua nos parece un progreso, sin duda sí. Pero debemos inquietarnos si ese progreso significa aquello que un erudito estudioso de los efectos del Internet en nuestro cerebro y en nuestras costumbres, Van Nimwegen, dedujo luego de uno de sus experimentos: que confiar a los ordenadores la solución de todos los problemas cognitivos reduce "la capacidad de nuestros cerebros para construir estructuras estables de conocimientos". En otras palabras: cuanto más inteligente sea nuestro ordenador, más tontos seremos.

Tal vez haya exageraciones en el libro de Nicholas Carr, como ocurre siempre con los argumentos que defienden tesis controvertidas. Yo carezco de los conocimientos neurológicos y de informática para juzgar hasta qué punto son confiables las pruebas y experimentos científicos que describe en su libro. Pero éste me da la impresión de ser riguroso y sensato, un llamado de atención que -para qué engañarnos- no será escuchado. Lo que significa, si él tiene razón, que la robotización de una humanidad organizada en función de la "inteligencia artificial" es imparable. A menos, claro, que un cataclismo nuclear, por obra de un accidente o una acción terrorista, nos regrese a las cavernas. Habría que empezar de nuevo, entonces, y a ver si esta segunda vez lo hacemos mejor.

© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2011. © Mario Vargas Llosa, 2011.

Tomado de http://www.elpais.com/articulo/opinion/informacion/conocimiento/elpepiopi/20110731elpepiopi_11/Tes

¿Donde están los filósofos?

Por: Rodrigo Restrepo


Sergio de Zubiría, Rubén Sierra y Lisímaco Parra, tres de los más respetados filósofos colombianos.


En un país lleno de problemas que necesitan de reflexión profunda, los pensadores colombianos parecen mantenerse distanciados en su torre de marfil. ¿Por qué viven tan alejados del debate público? ¿No ha existido acaso en Colombia una importante tradición de intelectuales públicos? ¿O es que en este tiempo de mass-market los escritores han usurpado el lugar de los filósofos en los medios?


Pocos días después de publicado el libro La filosofía y la crisis colombiana, un periodista de radio llamó al filósofo Rubén Sierra Mejía, coeditor de la obra y uno de sus autores. Publicado hace ya nueve años, este libro constituye uno de los pocos intentos serios de los principales filósofos del país por pensar la realidad nacional y divulgar sus pensamientos para el público general. “Me preguntó qué proponíamos los filósofos para solucionar los problemas del país”, cuenta Sierra. “El problema es que me exigió que explicara el tema en sólo tres minutos”. El filósofo, desde luego, despachó al ingenuo periodista de un plumazo: “¡Es que los filósofos no somos quienes tenemos que resolver los problemas del país! Nosotros nos encargamos de pensar las cosas, no de solucionarlas”.


Así quedó zanjado el asunto: de un lado los pensadores y del otro, los medios, el público y, quizás, el país. La anécdota no va más allá de la llamada, pero deja ver el estado actual de una relación fría e indiferente. Los filósofos, en su mayoría, parecen encontrarse en la torre de marfil de la academia, distanciados de una realidad compleja y fecunda para el pensamiento. ¿Por qué?

“Quizás el ‘massmediatizarse’ pueda quitarle rigor al filósofo, y el rigor hace parte de su identidad intelectual”, explica Sergio de Zubiría, profesor de filosofía de la Universidad de los Andes y quien se ha especializado en temas como la filosofía política, las relaciones entre la cultura y la violencia y los debates y problemas en torno al concepto de tolerancia. “Hay una cierta actitud fóbica, pues al filósofo le parece que si participa en los medios, su pensamiento puede volverse liviano, de poca densidad”.


Pero tal vez exista una razón más de fondo para esta ausencia. “Durante la década del 70 hubo una sobresaturación, o más bien una ultrasaturación de estas problemáticas”, argumenta Lisímaco Parra, profesor del Departamento de filosofía de la Universidad Nacional y ex vicerector académico de la misma, además de director de la cátedra de Pensamiento colombiano y especialista en ética y política moderna y contemporánea. “Temas como el de la filosofía política tuvieron un agotamiento, una crisis. Quizás en ese agotamiento tenga que ver el marxismo. Yo creo que el marxismo criollo, tan sumamente religioso, acaparó la reflexión política. Y cuando ese marxismo religioso entró en crisis, es como si el interés por la reflexión de la política y la sociedad hubiera quedado en un gran desprestigio”.


Parra recuerda que en la antigua sede de la librería Buchholz, en la calle 59 abajo de la 13, la sección más grande de libros era la de marxismo. “Era una pared enorme”, dice, y estaba ubicada justo detrás del cajero, pues esos eran los libros que la gente se robaba”. Hoy en día de marxismo no queda nada, y muy poco de problemas de filosofía política, por no hablar de filosofía colombiana. Basta dar un vistazo a los estantes de la librería Lerner para darse cuenta de que buena parte de la bibliografía filosófica nacional está compuesta de compilaciones de ensayos especializados y de memorias de congresos sobre Kant, el darwinismo o el relativismo filosófico.


¿El filósofo ha muerto?

Y es que, sin lugar a dudas, el lugar en donde se juega hoy la filosofía colombiana es la academia: en los grupos de estudio, en los departamentos de filosofía, en los congresos y en las publicaciones especializadas. Es la consecuencia inevitable de la pro-fesionalización. Para el profesor Sierra, “el ejercicio la filosofía se ha profesionalizado demasiado en Colombia”. Lo que, a su vez, “ha generado un miedo de pensar los problemas comunes, los problemas públicos”.


Solo hace falta hojear los principales diarios para darse cuenta de que el filósofo se quedó por fuera del debate público. Desde luego, existen las excepciones: Jorge Restrepo en El Tiempo y Jorge Giraldo en El Colombiano. El Espectador, por su parte, ha tenido que comprar las columnas de Umberto Eco, no se sabe si por falta de oferta nacional o por simple descuido periodístico. Existe, dicho sea de paso, el fenómeno del filósofo de formación que pertenece a la vida pública, pero que no ejerce verdaderamente como filósofo. Entre otros, se destacan Enrique Santos Calderón, Mauricio Pombo y Mavé —sí, la del tarot de Mavé—.


“Yo creo que esta ausencia es una gran pérdida, porque los filósofos colombianos eran intelectuales públicos reputados. El último fue quizás Estanislao Zuleta. Y antes de él, Cayetano Betancur, quien siempre fue columnista de los principales periódicos del país”, comenta Jorge Giraldo, filósofo de la Universidad de Antioquia, decano de la Escuela de Ciencias y Humanidades de la Eafit y profesor de filosofía política. ¿Qué se hicieron entonces los filósofos públicos? ¿Dónde quedó la figura del pensador?

Parece haber aquí una cuestión generacional. Para la generación actual de filósofos “ya no importa tanto el individuo, la figura o el personaje del filósofo. Se trata más bien de grupos, en los que se lleva a cabo un trabajo de hormiguita, un trabajo importante aunque los nombres no figuren”, explica de Zubiría. Probablemente, esta desaparición de la figura del filósofo tenga que ver con un cambio ideológico, una caída de las certezas y de las grandes verdades. Hoy, siendo fieles al estado de ánimo de nuestra época, vivimos un pluralismo ideológico: ya nadie se siente poseedor de la verdad. “El filósofo no puede dejar de representar el espíritu de su tiempo y, como dice Manfred Max-Neef, vamos ‘de la esterilidad de las certezas a la fecundidad de las incertidumbres’”, explica.


Para Parra, detrás de la pregunta por los grandes filósofos se encuentra todavía un prejuicio: la sombra del gran autodidacta. Un prejuicio que, por lo demás, no deja de ser un tanto “pueblerino y provinciano”, según dice. Hace algunas décadas, en efecto, surgió en Colombia la figura del filósofo autoeducado, un tipo muy inteligente que destacaba fácilmente en un medio bastante ignorante. “Tenía una pose. Aspiraba a ser un genio que se paseaba por encima de las instituciones académicas. Y aunque dictaba clases y cursos, tenía muy poco interés en las tareas administrativas de la universidad. Asistía en Alemania a los seminarios de Heidegger, pero no se daba a la tarea de sacar un título, pues veía el cartón con cierto desdén”, dice el catedrático. “Desde luego que en Estados Unidos, en Francia y Alemania hay personajes filosóficos destacados. Pero lo que realmente sostiene el trabajo filosófico es una masa muy consolidada, densa, muy extendida, de filósofos profesionales”.


Pensándolo mejor…


Pero esta visión del problema desconoce que, justamente, una gran tendencia en el contexto internacional es el retorno de la filosofía al ámbito público y a la vida cotidiana: el filósofo como un mediador de las personas y sus problemas vitales, así como un divulgador de una herramienta preciosa: el pensamiento. Giraldo resalta la importancia, en el entramado intelectual internacional, de figuras como Fernando Savater, el célebre pedagogo español, Slavoj Žižek, el filósofo y psicoanalista esloveno que alimenta su pensamiento con la cultura popular, o el judío-estadounidense Michael Walzer y su célebre revista Dissent. Sin ir más lejos, en Argentina, el ateo y optimista Alejandro Rozitchner mantiene cuatro blogs de alto tráfico y nivel filosófico y escribe en el diario La Nación de Argentina artículos muy filosóficos con títulos como: ¿Por qué toman alcohol los jóvenes? o Qué es ser buena persona. También colabora con el portal en español de Yahoo! y divulga en sus páginas web videos y capítulos de sus catorce libros, el último de los cuales se llama Ganas de vivir. Y Rozitchner es solo la muestra de toda una generación de filósofos, como José Pablo Feinmann o Alberto Buela, que se preocupan por divulgar su pensamiento y publicar sus obras en Internet.


Esto por no citar el mar de páginas de divulgación filosófica que se publican desde hace ya más de una década en el mundo entero. La colección Popular Culture and Philosophy, de la editorial Open Court, lleva ya 59 volúmenes —y 11 en preparación— con títulos como Dexter and Philosophy o Ipod and Philosophy. El suizo Alain de Botton, famoso por Cómo cambiar tu vida con Proust, las Consolaciones de la filosofía o Los placeres y los pesares del trabajo, se ha dedicado rigurosamente a divulgar en programas documentales para televisión, videos de Internet y programas de radio por la web su “filosofía de la vida cotidiana”. De Botton, además, es miembro fundador de The School of Life, una organiza-?ción educativa en Londres que ofrece programas completos sobre las cuestiones más apremiantes de la vida diaria: las relaciones, el trabajo o la crisis de la mediana edad, un poco en la misma línea que el contracorriente y agudo Michael Onfray de la Univeridad Popular de Caen y quien sostiene que un filósofo piensa en función de las herramientas de que dispone; si no, piensa fuera de la realidad.


A propósito de herramientas y realidad, Giraldo señala que el año pasado el New York Times abrió un blog colectivo llamado The Stone, en honor a la piedra del Ágora de los griegos —o en referencia al arquetípico acto humano de lanzarle piedras al prójimo—. Su objetivo no es otro que el de invitar a filósofos de todas las vertientes a reflexionar sobre temas como el arte, la guerra, la ética, el perdón, el kung-fu, los problemas de género o la cultura popular. Esto con el fin de mostrar cómo luce la filosofía hoy y quiénes son sus representantes, cuáles son sus preo-cupaciones y qué papel juegan en el siglo XXI. Por su web han pasado ya pensadores de la talla de Peter Singer.


En Colombia, las herramientas están, pero parece que los filósofos no. En un rápido sondeo realizado con ayuda del profesor de Zubiría, una decena de estudiantes de últimos semestres de filosofía fueron interrogados sobre su concepción y uso de herramientas como los blogs, las redes sociales e Internet en general para divulgar, debatir y leer contenidos filosóficos. Los resultados son, por decir lo menos, alarmantes. Cinco de los diez proyectos de filósofo no usa Internet con fines filosóficos sino para casos estrictamente necesarios —consultar el diccionario latín-español o buscar algún libro que no se encuentra en las bibliotecas—. Apenas tres usan Facebook para compartir ideas filosóficas y sólo dos exploran la red —esto es, blogs y Youtube— como un recurso válido de investigación.


En una rápida búsqueda en Wikipedia sorprende que aparezcan, en la lista de filósofos colombianos, personajes como Antanas Mockus o Jesús Piñacué. A propósito: ¿habrá algún filósofo en Colombia preocupado por Wikipedia? Resulta alentador que al menos la Sociedad Colombiana de Filosofía luzca una elegante página web —con videos incluidos en el home— y hasta aparezca en Facebook y tenga una página en Vimeo. Justamente en su website se lee que el Banco de la República está buscando algún filósofo que se le mida a la tarea de escribir un artículo sobre la historia de los últimos diez años de la filosofía en Colombia. Buen indicio. Sin embargo, la desilusión vuelve al encontrar que junto con la elección del nuevo presidente de la Sociedad, la convocatoria del Banco es la única ‘noticia’ que alberga la web. Y la desilusión se convierte en indiferencia cuando descubro que su calendario de eventos de 2011 está más vacío que la tábula rasa de la mente humana, según los empiristas.


Tras una larga incursión en la apretada selva de Internet, se encuentra que el único filósofo colombiano que mantiene un blog es Jorge Giraldo. “A veces surge un problema en la concepción de la filosofía. Norberto Bobbio decía que hay dos formas de filosofar: una es pensar sobre los pensamientos. La otra es pensar sobre lo que pasa, sobre lo que está ahí a la vista. A mí me parece que le realidad, especialmente la colombiana, ofrece todos los días motivos para hacer reflexión filosófica”, argumenta Giraldo. “Tenemos una realidad muy sugestiva para muchos de los problemas filosóficos contemporáneos: la justicia, la violencia, los derechos humanos, la ética, la económía. Cuando uno tiene cierto compromiso con lo que está pasando todos los días y con la filosofía, uno intenta conectar los dos mundos”.


Lo mismo piensa Diego Duque, un joven filósofo de la Nacional que trabaja duro y solitario en un proyecto de filosofía aplicada. Duque ha dedicado los cortos años de su carrera profesional a nadar a contracorriente: intenta aplicar preguntas filosóficas clásicas a casos particulares de la realidad colombiana. Y lo ha hecho con los protagonistas anónimos de la cruda realidad del país, pues se ha puesto a indagar el dilema del sicario, el de la víctima, el del excombatiente y el del interventor social. Durante casi un año, filosofó a fondo con los habitantes de la calle de un hogar de paso en el centro de la ciudad. “Casi siempre se juzga a estas personas desde ciertos estándares morales. Se cree que hay que estar loco para irse de paramilitar o de sicario, se los juzga como irracionales”, explica. “Pero cuando se indaga en todos los factores, el juicio cambia. Se relativiza el juicio moral porque se encuentra que sus decisiones obedecen a una racionalidad. La moralidad no es lo que los filósofos dicen”.


Duque concluye que si los filósofos no ponen los pies en la realidad colombiana se estará haciendo una filosofía en el aire, sin carne. “El filósofo tiene la posibilidad de aportar herramientas y elementos de análisis para entender mejor nuestra realidad”. Existen sí, brotes de una filosofía más cercana a la realidad. Está el libro Perfiles del mal, de la filósofa Ángela Uribe, que examina ocho episodios de la historia de Colombia para indagar en el contenido moral en las relaciones de sus protagonistas. Está el Proyecto Lisis de filosofía para niños, liderado por los profesores Diego Pineda y Miguel Ángel Pérez, que busca establecer una serie de recursos multimedia para un diplomado. Está también el espacio ‘Filósoso-No Filósofo’, un proyecto televisivo del Departamento de filosofía de la Nacional que invita a personajes no filosóficos —chefs, cantantes de rock o un neurobiólogo— para debatir temas junto a filósofos profesionales.

Dice el profesor Sierra que “el filósofo debe atender a su tiempo”. ¿No es hora ya de que los pensadores colombianos salgan de su fortín académico y entren decididamente en la discusión pública de los problemas del país?

Publicado el: 2011-03-24
Tomado de http://www.revistaarcadia.com/impresa/filosofia/articulo/donde-estan-filosofos/24577

La renuncia de un profesor

Por Iván Garzón Vallejo

Un sano debate público ha suscitado la carta del profesor Camilo Jiménez renunciando a su cátedra de Comunicación Social en la Universidad Javeriana. Si lo he entendido bien, creo que pretende llamar la atención sobre el bajo nivel académico promedio que exhiben personas privilegiadas socialmente y que no se toman en serio la vida universitaria, entretenidos como están con artefactos tecnológicos. Se que muchos profesores del país y del exterior suscribirían un reclamo semejante. Yo sólo añadiría que, quienes decimos profesar un saber –eso significa ser profesor– no echamos de menos capacidades o talentos en los estudiantes, sino curiosidad intelectual, ganas de saber, compromiso con el conocimiento, y no sólo obsesión con una nota que, a fin de cuentas, es tan sólo un eslabón en el proceso de enseñanza-aprendizaje. Esta ausencia de curiosidad intelectual y de ganas de saber explica que muchas universidades parezcan clubes sociales, en las que imperan lógicas extra-académicas como el amiguismo, la conveniencia y la mutua complacencia.

Los estudiantes no son los únicos responsables de esta situación: los profesores también lo somos. Y si el reclamo de Jiménez se centra en que muchos estudiantes no saben escribir y no les gusta leer, este mismo diagnóstico se podría hacer de muchos profesores que parecerían haber encontrado en la vida universitaria un lugar donde esquivar el competitivo mundo profesional. No obstante, no parece productivo asumir esta discusión en forma gremial (estudiantes versus profesores) y repartiendo culpas (mal desempeño versus esnobismo), pues la calidad de la vida universitaria es una responsabilidad de unos y otros.

La universidad es una institución que tiene una enorme responsabilidad social: formar los cuadros dirigentes de una sociedad. Si esto es así, si asumimos que la universidad no es un mero peldaño en la escalera de la movilidad social –para los estudiantes– o un oficio más o menos sosegado –para los profesores–, esta sólo podrá cumplir su función a cabalidad en la medida que unos y otros se comprometan seriamente con la excelencia. Afirmar esto en un país plagado de chambonería, corrupción y rezagado en los estándares educativos internacionales parece un lugar común. Pero aún no lo es.

La educación universitaria de excelencia tiene varios enemigos. Uno es cultural, el arribismo: las universidades, sobre todo las privadas, están llenas de estudiantes (y profesores, ya lo dije) que están en el lugar equivocado. Por falta de vocación para una carrera, por falta de capacidades, o por simple desinterés. Muchas familias de clase media y alta consideran un deshonor que sus hijos no cursen una carrera universitaria. Es un asunto de estatus, que genera una inercia social en la que el estudiante quizás no se pregunta con honestidad si está dispuesto a invertir todo lo que aquella requiere.

Otro es el pacto tácito de mediocridad entre profesores y estudiantes que, un colega definía como “yo te exijo poco, luego, tú me exiges poco también”. “El profe” popular es el que dice (o piensa) el primer día de clase “por la nota no se preocupen”. Como estudiante, siempre vi en ello una auto-confesión de mediocridad, una especie de proclama de “tome lo que quiera”: a mí me da igual. Pero también, los estudiantes asumen lo que Wiesenfeld define como la actitud del “consumidor descontento”. Por eso, “si no les gusta la nota que reciben, se dirigen hacia el mostrador de ‘devoluciones’ para intentar cambiarla por otra mejor”. Allí se renueva el pacto tácito de mediocridad. Y todos contentos. Pues en eso sí estamos en los primeros lugares del mundo.

Publicado en El Mundo, Medellín, 22 de diciembre de 2011, p. 2.

Tomado de http://ivangarzonvallejo.blogspot.com/

Profesor renuncia a su cátedra porque sus alumnos no escriben bien


Por: CAMILO JIMÉNEZ ESPECIAL PARA EL TIEMPO | 10:04 p.m. | 08 de Diciembre del 2011


Los nativos digitales no conocen la soledad ni la introspección. Tienen 302 seguidores en Twitter. Tienen 643 amigos en Facebook.



Camilo Jiménez, periodista y profesor de Comunicación Social de la Javeriana, renunció a su cátedra.

Un párrafo sin errores. No se trataba de resolver un acertijo, de componer una pieza que pudiera pasar por literaria o de encontrar razones para defender un argumento resbaloso. No. Se trataba de condensar un texto de mayor extensión, es decir, un resumen, un resumen de un párrafo, en el que cada frase dijera algo significativo sobre el texto original, en el que se atendieran los más básicos mandatos del lenguaje escrito -ortografía, sintaxis- y se cuidaran las mínimas normas: claridad, economía, pertinencia. Si tenía ritmo y originalidad, mejor, pero no era una condición. Era solo componer un resumen de un párrafo sin errores vistosos. Y no pudieron.

No voy a generalizar. De 30, tres se acercaron y dos más hicieron su mejor esfuerzo. Veinticinco muchachos en sus 20 años no pudieron, en cuatro meses, escribir el resumen de una obra en un párrafo atildado, entregarlo en el plazo pactado y usar un número de palabras limitado, que varió de un ejercicio a otro. Estudiantes de Comunicación Social entre su tercer y su octavo semestre, que estudiaron doce años en colegios privados. Es probable que entre cinco y diez de ellos hubieran ido de intercambio a otro país, y que otros más conocieran una cultura distinta a la suya en algún viaje de vacaciones con la familia. Son hijos de ejecutivos que están por los 40 y los 50, que tienen buenos trabajos, educación universitaria. Muchos, posgraduados. En casa siempre hubo un computador; puedo apostar a que al menos 20 de esos estudiantes tiene banda ancha, y que la tele de casa pasa encendida más tiempo en canales por cable que en señal abierta. Tomaron más Milo que aguadepanela, comieron más lomo y ensalada que arroz con huevo. Ustedes saben a qué me refiero.

Por supuesto que he considerado mis dubitaciones, mis debilidades. No me he sintonizado con los tiempos que corren. Mis clases no tienen presentaciones de Power Point ni películas; a lo más, vemos una o dos en todo el semestre. Quizá, ya no es una manera válida saber qué es una crónica leyendo crónicas, y debo más bien proyectarles una presentación con frases en mayúsculas que indiquen qué es una crónica y en cuántas partes se divide. Mostrarles la película Capote en lugar de hacer que lean A sangre fría. Quizá, no debí insistir tanto en la brevedad, en la economía, en la puntualidad. No pedirles un escrito de cien palabras, sino de tres cuartillas, mínimo. Que lo entregaran el lunes, o el miércoles.

De esas limitaciones y dubitaciones, quizá, vengan las pocas y tibias preguntas de mis estudiantes este último semestre, sus silencios, su absoluta ausencia de curiosidad y de crítica. De ahí, quizá, vengan sus párrafos aguados, con errores e imprecisiones, inútilmente enrevesados, con frases cojas, desgreñadas. Esos párrafos vacilantes, grises, que me entregaron durante todo el semestre. Pareciera que estoy describiendo a un grupo de zombis. Quizá, eso es lo que son. Los párrafos, quiero decir.

El curso se llama Evaluación de Textos de No Ficción y pertenece a la línea de Producción Editorial y Multimedial de la carrera de Comunicación Social de la Universidad Javeriana. En cuanto a lecturas, siempre propuse piezas ejemplares en los géneros más notorios de la no ficción: crónica, perfil, ensayo, memorias y testimonios. A partir de clásicos nacionales y extranjeros, los estudiantes componían escritos como los que debe elaborar un editor durante su ejercicio profesional. Primero, un resumen: todos los textos de los editores son breves, o deberían serlo -contracubiertas, textos de catálogo, solapas, etcétera-. Una vez que la mayoría hubiera conseguido un resumen pertinente y económico, pasábamos a escritos más complejos: notas de prensa y contracubiertas, para terminar con un informe editorial o una reseña.

En el centro de todo el programa estaban la participación y la escritura de textos breves a partir de otro texto mayor. Insistí siempre en la participación en clase para fomentar actividades que noto algo empañadas en la actualidad: la escucha atenta, la elaboración de razones y argumentos, oír lo que uno mismo dice y lo que dice el otro en una conversación.

El otro concepto transversal, la economía lingüística, buscaba mostrarles la importancia de honrar la prosa. Si uno en 100 palabras debe sintetizar un libro de 200 páginas, debe cuidar cada palabra, cada frase, cada giro. En últimas, la palabra escrita les dará de comer a estos estudiantes cuando sean profesionales, no importa si se desempeñan como editores de libros, revistas o páginas web, como periodistas o como profesores e investigadores.

Los estudiantes de este último semestre, y los de dos o tres anteriores, nunca pudieron pasar del resumen. No siempre fue así. Desde que empecé mi cátedra, en el 2002, los estudiantes tenían problemas para lograr una síntesis bien hecha, y en su elaboración nos tomábamos un buen tiempo. Pero se lograba avanzar. Lo que siento de tres o cuatro semestres para acá es más apatía y menos curiosidad. Menos proyectos personales de los estudiantes. Menos autonomía. Menos desconfianza. Menos ironía y espíritu crítico.

Debe ser que no advertí cuándo la atención de mis estudiantes pasó de lo trascendente a lo insignificante. El estado de Facebook. "Esos gorditos de más". El mensaje en el Blackberry.

Nunca he sido mamerto ni amargado ni ñoño: a los 20 años, fumaba marihuana como un rastafari y me descerebraba con alcohol cada que podía al lado de mis cuates. Quería ver tetas, e hice cosas de las que ahora no me enorgullezco por tocarlas. Empeñé mucho, mucho tiempo en eso. Pero leía.

No sé. En esos tiempos lo importante, creo, era discutir, especular, quedar picados para buscar después el dato inútil. Interesaba eso: buscar. Estoy por pensar que la curiosidad se esfumó de estos veinteañeros alumnos míos desde el momento en que todo lo comenzó a contestar ya, ahora mismo, el doctor Google.

Es cándido echarle la culpa a la televisión, a Internet, al Nintendo, a los teléfonos inteligentes. A los colegios, que se afanan en el bilingüismo, sin alcanzar un conocimiento básico de la propia lengua. A los padres que querían que sus hijos estuvieran seguros, bien entretenidos en sus casas. Es cándido culpar al "sistema". Pero algo está pasando en la educación básica, algo está pasando en las casas de quienes ahora están por los 20 años o menos.

Mi sobrino le dice a su madre, mi hermana, que él sí lee mucho, en Internet. Lo que debe preguntarse es cómo se lee en Internet. Lo que he visto es que se lee en medio del parloteo de las ventanas abiertas del chat, mientras se va cargando un video en Youtube, siguiendo vínculos. Lo que han perdido los nativos digitales es la capacidad de concentración, de introspección, de silencio. La capacidad de estar solos. Solo en soledad, en silencio, nacen las preguntas, las ideas. Los nativos digitales no conocen la soledad ni la introspección. Tienen 302 seguidores en Twitter. Tienen 643 amigos en Facebook.

Dejo la cátedra porque no me pude comunicar con los nativos digitales. No entiendo sus nuevos intereses, no encontré la manera de mostrarles lo que considero esencial en este hermoso oficio de la edición. Quizá la lectura sea ahora salir al mar de Internet a pescar fragmentos, citas y vínculos. Y en consecuencia, la escritura esté mudando a esas frases sueltas, grises, sin vida, siempre con errores. Por eso, los nuevos párrafos que se están escribiendo parecen zombis. Ya veremos qué pasa dentro de unos pocos años, cuando estos veinteañeros de ahora tengan 30 y estén trabajando en editoriales, en portales y revistas. Por ahora, para mí, ha llegado el momento de retirarme. Al tiempo que sigo con mis cosas, voy a pensar en este asunto, a mirarlo con detenimiento. Pongo el punto final a esta carta de renuncia con un nudo en la garganta.

Camilo Jiménez
Especial para EL TIEMPO

Tomado de http://www.eltiempo.com/vida-de-hoy/educacion/camilo-jimenez-renuncia-a-catedra-de-comunicacion-social-porque-sus-editores-no-saben-escribir_10906583-4

viernes, 20 de enero de 2012

Aprender de oído




Jorge Larrosa
Profesor de Pedagogía. Universitat de Barcelona

Intervención en el ciclo de debates Liquidación por derribo: leer, escribir y pensar en la Universidad,organizado por La Central en Barcelona durante abril de 2008.

Desde la primera de las intervenciones en estos debates se ha ido oyendo una cierta reivindicación del aula como lugar de encuentro, no sólo de los saberes, sino también de los cuerpos y de los lenguajes, una cierta reivindicación, digamos, del ir a clase como ese ir a un lugar donde los saberes se presentan, se hacen presentes, y donde los lenguajes se encarnan, toman cuerpo. Y se ha ido oyendo también una cierta reivindicación del discurso, de la palabra, del “qué” de la transmisión, frente al privilegio del “cómo”, del método, de los procedimientos. Quizá una de las características de la universidad que viene sea la disolución
del aula (el final del ir a clase de cuerpo presente) y la subordinación de qué de la transmisión al método la misma (la demolición del logos). El título de mi contribución tiene que ver también con el aula, con el lenguaje y con el cuerpo. De hecho está tomado de un fragmento de María Zambrano, concretamente de Claros del bosque, donde se habla de las aulas como “lugares de la voz donde se va a aprender de oído”[1]. Un fragmento muy hermoso sobre la palabra que se oye, que se escucha, y que termina diciendo que los buenos estudiantes no van a las aulas a preguntar, y mucho menos a responder, sino a escuchar. Y voy a tomar ese motivo zambraniano como pretexto para someter a vuestra consideración de qué manera hay un aprender que se confunde con el escuchar, y hasta qué punto la universidad que viene no supone una cierta cancelación de la voz y un cierto final de la escucha, si la universidad que viene no implica, en definitiva, la imposibilidad de aprender de oído.

No voy a hablar estrictamente de la clase magistral, aunque desde luego me molesta que los manuales pretendidamente “progres” de metodología de la docencia universitaria la hayan demonizado insistiendo una y otra vez en tópicos como la pasividad de los estudiantes, el aburrimiento, la esterilidad del saber memorístico o, incluso, aquello de que los estudiantes no son capaces de atender durante más de veinte minutos seguidos o que no pueden aguantar durante una hora y media quietos y en silencio. En un documento elaborado por el equipo de asesores del plan piloto de la Facultad de Letras de la Universidad de Girona se dice que la palabra favorita en los cursillos del ICE local para referirse a la clase magistral es “vomitar”. La clase magistral es el lugar donde los profesores “vomitan” lo que está escrito en los libros [2]. Y a mí, qué quieren que les diga, me molesta que se diga o que se piense que eso que sale por la boca del profesor no sean palabras sino vómitos.

Pero en fin, no voy a hablarles de la clase magistral, sino de la voz, del aula como lugar de la voz. Y la voz, para decirlo brevemente, no es otra cosa que la marca de la subjetividad en el lenguaje. En el último debate, Violeta Núñez citaba a Benjamin para decirnos que, para que haya transmisión, el lenguaje debe llevar la marca del que transmite; que, en la transmisión, la lengua está ligada a la experiencia del que habla y a la experiencia del que escucha, a los avatares, en suma, de los sujetos. Y la voz es esa marca, esa experiencia, esos avatares que hacen que los que hablan y los que escuchan, los que dan y los que reciben, sean unos sujetos concretos, singulares y finitos, de carne y hueso, y no sólo máquinas comunicativas (emisores y receptores de significados) o máquinas cognitivas (codificadores y decodificadores de información).

La voz, entonces, sería como la cara sensible de la lengua, esa que hace que la lengua no sea solamente inteligible, que no esté toda ella del lado del significado, que no sea solamente un instrumento eficaz y transparente de comunicación, que no sea sólo una voz mecánica, sin nadie dentro, que dice cosas como “su tabaco, gracias”, o “ha escogido usted gasolina súper”, o “por razones de seguridad esta conversación está siendo gravada”. En relación a esa reducción del lenguaje a instrumento de comunicación, José Luis Pardo habla de que “hay un intento en marcha para librar al lenguaje de su incómodo espesor, un intento de borrar de las palabras todo sabor y toda resonancia, el intento de imponer por la violencia un lenguaje liso, sin manchas, sin sombras, sin arrugas, sin cuerpo, la lengua de los deslenguados, una lengua sin otro en la que nadie se escuche a sí mismo cuando habla, una lengua despoblada” [3]. La voz sería entonces algo así como el sabor y la resonancia de la lengua, sus arrugas, sus manchas, sus sombras, su cuerpo.

No estoy hablando de la clase magistral, ni siquiera, estrictamente, de la oralidad, sino de ese componente subjetivo de la lengua que aquí estoy llamando “voz” y que se encuentra también, sin duda, en la escritura. Hay escritura con voz, de la misma manera que hay clases magistrales sin voz. Peter Handke, hablando del cansancio en las aulas, lo dice de un modo ejemplar:

“Nunca más he vuelto a encontrarme con hombres menos poseídos por lo que llevaban entre manos que aquellos catedráticos y profesores de Universidad; cualquier empleado de banco, sí, cualquiera, contando los billetes, unos billetes que además no eran suyos, cualquier obrero que estuviera asfaltando una calle, en el espacio caliente que había entre el sol, arriba, y el hervor del alquitrán, abajo, daban la impresión de estar más en lo que hacían. Parecían dignatarios llenos de serrín a quienes ni la admiración (…), ni el entusiasmo, ni el afecto, ni actitud interrogativa alguna, ni la veneración, ni la ira, ni la indignación, ni la conciencia de estar ignorando algo les hacía jamás temblar la voz, que más bien se limitaban a ir soltando una cantinela, a ir cumpliendo con distintos expedientes, a ir escandiendo frases en el tono de alguien que está anticipando un
examen (…) mientras fuera, delante de las ventanas, se veían tonos verdes y azules, y luego oscurecía: hasta que el cansancio del oyente, de un modo repentino, se convertía en desgana, y la desgana en hostilidad” [4].

Al sujeto, al que habla, al que está presente en lo que dice, le tiembla la voz. Y ese temblor tiene que ver con la relación que cada uno tiene con el texto: con la admiración, con el entusiasmo, con el afecto, con la actitud interrogativa, con la veneración, con la ira, con la indignación, con la conciencia de que es mucho más, y mucho más importante, lo que no sabemos que lo que sabemos.

Como dijo Antoni Marí la semana pasada, yo tampoco sé lo que es la Universidad, ni mucho menos lo que debería ser. Pero hace unos cuantos años que habito uno de sus rincones tratando de prestar atención a lo que pasa y a lo que me pasa. Y lo que pasa, al menos en el rincón de la Universidad en el que yo habito, en la Facultad de Pedagogía, es que se está imponiendo una concepción puramente comunicativa o informativa del lenguaje. Un lenguaje neutro y neutralizado, que no siente nada y que no hace sentir nada, es decir, anestésico y anestesiado, al que no le pasa nada, es decir apático, un lenguaje sin tono o con un solo tono, es decir, átono o monótono, un lenguaje despoblado, sin nadie dentro, una lengua de nadie que tampoco va dirigida a nadie, un lenguaje sin voz, literalmente afónico, una lengua sin sujeto que sólo puede ser la lengua de los que no tienen lengua. Lo que percibo, queridos amigos y amigas, es el triunfo de los deslenguados. Unos deslenguados que han estado siempre, y que siempre estarán, pero que ahora se arrogan el derecho de decirnos a los demás qué lengua tenemos que usar y cómo debemos usarla.

Un amigo me decía hace tiempo que un aula universitaria es un lugar donde algunas palabras, o algunas ideas, pasan de los papeles arrugados del profesor a los papeles nuevecitos de los alumnos, sin haber pasado ni por el corazón, ni por la cabeza, ni por el cuerpo, ni por el alma, ni del profesor ni de los alumnos. Yo no diría que eso es vomitar. Pero sí que me parece que ahí no se puede aprender de oído porque nadie habla y nadie escucha. Y lo que me llama la atención es que las nuevas metodologías, esas que ya no pasan por el aula, ni por la clase magistral, ni por los apuntes, ni siquiera por el papel, consagran ese aprendizaje sin voz, sin sujeto, en el que escribir y leer tienen que ver, estrictamente, con la información, con el manejo de la información y, como mucho, con la opinión. No hace mucho, en un seminario sobre la lectura, un influyente Catedrático de Pedagogía decía que leer es descodificar y sólo descodificar. A mí lo que me asombra no es que un catedrático diga una barbaridad, que eso es algo que ha pasado toda la vida (las cátedras nunca han protegido de la estupidez, sino más bien al contrario), sino esa mezcla de soberbia e ignorancia con la que los nuevos gestores de la educación están arrasando con todo lo que no comprenden.

Y lo que no podemos hacer, me parece, es entregar nuestra lengua. Y lo más grave no sería que nosotros, los profesores, la entregásemos (de hecho somos seres bastante cobardes, serviles y propensos a todo tipo de genuflexiones, y ya hemos entregado muchas cosas), sino que si nosotros entregamos la lengua, estamos entregando también, al mismo tiempo, la lengua de los alumnos y la posibilidad de que los que vienen tengan, ellos también, una voz propia, una lengua propia, un pensamiento propio, que hablen y que piensen, en definitiva, por cuenta propia, que no deleguen su lengua y su pensamiento. Y a eso sí que no tenemos derecho.

La reducción del lenguaje a comunicación es lo que hace que las aulas ya no sean lugares de la voz. Las aulas, desde luego, no están silenciosas. La desaparición de la voz es correlativa a la desaparición del silencio. En las aulas se habla cada vez más, se opina cada vez más. Todo el mundo tiene derecho a la palabra, pero a una palabra cada vez más banal, más neutra, más irresponsable, más vacía. Lo que pasa, lo que yo oigo que pasa, es que la voz está desapareciendo de las aulas y está siendo sustituida por la cháchara constante e ininterrumpida de la información y de la opinión. También se ha dicho aquí que el eslogan está sustituyendo a la teoría y que la investigación está cada vez más entregada a las agendas políticas, económicas y mediáticas que son, en defi nitiva, las que venden.Lo que se oye en las aulas no es más que la conversación del sentido común. Y cada vez es más difícil sentir que las palabras pesan, que tienen densidad y encarnadura, porque lo que hacen, al menos en ese rincón de la Universidad que yo conozco, es flotar en el vacío. Lo que pasa, lo que yo oigo que pasa, es el progreso acelerado y sin obstáculos de una serie compleja de procedimientos discursivos y regulativos orientados a la demolición del lenguaje, de lo que el lenguaje todavía puede tener de experiencia crítica y compleja del mundo.

Leí una vez un chiste de El Roto en el que un padre le decía a su hijo que no usara tanto la palabra "democracia” porque se le iba a notar que era un fascista. A mí me parece que algo parecido ocurre ahora con la palabra diálogo. Nunca se ha hablado más de diálogo y, sin embargo, el diálogo nunca ha sido tan escaso, tan raro. Como dice Peter Handke, otra vez Peter Handke:

“Es un tiempo en el que en el espacio, en el ‘éter’, sólo se oye el zumbido, el silbido, el atronar de los diálogos. En todos los canales se oye continuamente el estampido de la palabra ‘diálogo’. Según las últimas pesquisas de la investigación dialogal, una disciplina que acaba de tomar carta de naturaleza y que se vanagloria de haber adquirido con gran rapidez una multitud de seguidores, la palabra ‘diálogo’, y no sólo en los medios de comunicación, los sínodos interconfesionales y las síntesis fi losóficas, es en estos momentos más frecuente que ‘soy’, ‘hoy’, ‘vida’ (o ‘muerte’), ‘ojo’ (u ‘oído), ‘montaña’ (o ‘valle’), ‘pan’ (o ‘vino’). Incluso en los paseos de los presidiarios por el patio de la cárcel, con frecuencia ‘diálogo’ sale más veces que, por ejemplo, ‘mierda’, ‘joder’ o ‘el coño de mi madre’; y del mismo modo, en los paseos vigilados de los internados en un manicomio, o de los idiotas, está comprobado que ‘diálogo’ es una palabra por lo menos diez veces más frecuente que, por ejemplo, ‘hombre de la luna’, ‘manzana’ (o ‘pera’), ‘Dios’ (o ‘Satanás’), ‘miedo’ (o ‘pastillas’). En un continuo diálogo están incluso los tres o cuatro campesinos que aún quedan, separados siempre un día de viaje, o por lo menos se les presenta dialogando sin parar, y dialogando se presenta también a los niños, hasta la última imagen de los libros ilustrados para niños que han pasado el examen de ingreso en la escuela” [5].

Las aulas universitarias también se presentan como un lugar de diálogo ininterrumpido. Y eso sí que parece que gusta a los adalides de los nuevos métodos. Aunque se trata, en muchas ocasiones, de una cháchara de nadie, o de cualquiera, en la que los hablantes o los oyentes son meras maquinitas de preguntar, de opinar, y de responder. Lo que yo oigo, en esos diálogos, no es otra cosa que la socialización en la lengua de los deslenguados, en esa lengua que, según parece, es la más útil para la investigación, para los encuentros internacionales y, desde luego, queda mucho mejor en los power points y en los debates televisivos.

Además, sabemos que el lenguaje determina el pensamiento y que configura también nuestra experiencia del mundo. Por eso, cuando se imponen ciertos lenguajes, se imponen también ciertos modos de pensamiento (aquellos según los cuales pensar es opinar, o argumentar o, peor aún, cargarse de razón) y ciertas formas de experiencia de lo real. Tengo la sensación de que el aprendizaje de ese lenguaje de nadie, de esa lengua sin voz, es completamente funcional al aprendizaje de ciertas formas de comportamiento. La retórica de la profesionalización, de las competencias, de los procedimientos, construye individuos intercambiables, completamente confundidos con su función, e individuos también constantemente adaptables y readaptables, flexibles que se dice ahora. Por eso el vaciado de la voz es esencial para el vaciado del sujeto y, en definitiva, para que la educación se convierta en un adiestramiento en formas de hacer.

He empezado citando a la Zambrano, y voy a terminar también con ella volviendo a esa cuestión del “temblor de la voz” que ya había aparecido en aquella cita del cansancio en las aulas. En un texto menor, pero muy hermoso, que se llama “La mediación del maestro” María Zambrano se refi ere al instante anterior al empezar a hablar en una clase. El maestro, dice la Zambrano, ocupa su lugar, saca, quizás, algunos libros de la cartera y los pone delante de sí, y justamente ahí, antes de pronunciar palabra, el maestro percibe el silencio y la quietud de la clase, lo que ese silencio y esa quietud tienen de interrogación y de espera, y también de exigencia. En ese momento, el maestro calla un instante y ofrece su presencia antes aún que su palabra. Y ahí María Zambrano dice lo siguiente: “Podría medirse quizás la autenticidad de un maestro por ese instante de silencio que precede a su palabra, por ese tenerse presente, por esa presentación de su persona antes de comenzar a darla en modo activo. Y aún por el imperceptible temblor que le sacude. Sin ellos, el maestro no llega a serlo por grande que sea su ciencia” [6]. Antes de empezar a hablar, el maestro tiembla. Y ese temblor se deriva de su presencia. De su presencia silenciosa, en ese momento, y de la inminencia de su presencia en lo que va a decir. Eso es seguramente la voz, la presencia en lo que se dice, la presencia de un sujeto que tiembla en lo que dice. Y por eso las aulas son, o han sido a veces, o podrían haber sido, lugares de la voz, porque en ellas los alumnos y los profesores tenían que estar presentes. Tanto en sus palabras como en sus silencios. Quizá, sobre todo, en sus silencios.


Notas


[1] María Zambrano, Claros del bosque. Barcelona. Seix Barral 1977. Pág. 16.

[2] Universitat de Girona. Facultat de Lletres. Noves metodologies, velles ideologies. Reflexions sobre la
docència universitària en el marc de la creació d’un espai europeu d’educació superior. (Mimeo).

[3] José Luis Pardo, “Carne de palabras” en N. Fernández Quesada (Ed.), José Ángel Valente. Anatomía de
la palabra. Valencia. Pre.textos 2000. Pág. 190.

[4] Peter Handke, Ensayo sobre el cansancio. Madrid. Alianza 1990. Págs. 13-14.

[5] Peter Handke, La pérdida de la imagen, o por la sierra de Gredos. Madrid. Alianza 2003. Págs. 108-
109.

[6] María Zambrano, “La mediación del maestro” en J. Larrosa y S. Fenoy (Eds.), María Zambrano: L’art
de les mediacions (Textos pedagògics). Barcelona. Publicacions de la Universitat de Barcelona 2002.
Pág. 112.