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sábado, 21 de enero de 2012

La renuncia de un profesor

Por Iván Garzón Vallejo

Un sano debate público ha suscitado la carta del profesor Camilo Jiménez renunciando a su cátedra de Comunicación Social en la Universidad Javeriana. Si lo he entendido bien, creo que pretende llamar la atención sobre el bajo nivel académico promedio que exhiben personas privilegiadas socialmente y que no se toman en serio la vida universitaria, entretenidos como están con artefactos tecnológicos. Se que muchos profesores del país y del exterior suscribirían un reclamo semejante. Yo sólo añadiría que, quienes decimos profesar un saber –eso significa ser profesor– no echamos de menos capacidades o talentos en los estudiantes, sino curiosidad intelectual, ganas de saber, compromiso con el conocimiento, y no sólo obsesión con una nota que, a fin de cuentas, es tan sólo un eslabón en el proceso de enseñanza-aprendizaje. Esta ausencia de curiosidad intelectual y de ganas de saber explica que muchas universidades parezcan clubes sociales, en las que imperan lógicas extra-académicas como el amiguismo, la conveniencia y la mutua complacencia.

Los estudiantes no son los únicos responsables de esta situación: los profesores también lo somos. Y si el reclamo de Jiménez se centra en que muchos estudiantes no saben escribir y no les gusta leer, este mismo diagnóstico se podría hacer de muchos profesores que parecerían haber encontrado en la vida universitaria un lugar donde esquivar el competitivo mundo profesional. No obstante, no parece productivo asumir esta discusión en forma gremial (estudiantes versus profesores) y repartiendo culpas (mal desempeño versus esnobismo), pues la calidad de la vida universitaria es una responsabilidad de unos y otros.

La universidad es una institución que tiene una enorme responsabilidad social: formar los cuadros dirigentes de una sociedad. Si esto es así, si asumimos que la universidad no es un mero peldaño en la escalera de la movilidad social –para los estudiantes– o un oficio más o menos sosegado –para los profesores–, esta sólo podrá cumplir su función a cabalidad en la medida que unos y otros se comprometan seriamente con la excelencia. Afirmar esto en un país plagado de chambonería, corrupción y rezagado en los estándares educativos internacionales parece un lugar común. Pero aún no lo es.

La educación universitaria de excelencia tiene varios enemigos. Uno es cultural, el arribismo: las universidades, sobre todo las privadas, están llenas de estudiantes (y profesores, ya lo dije) que están en el lugar equivocado. Por falta de vocación para una carrera, por falta de capacidades, o por simple desinterés. Muchas familias de clase media y alta consideran un deshonor que sus hijos no cursen una carrera universitaria. Es un asunto de estatus, que genera una inercia social en la que el estudiante quizás no se pregunta con honestidad si está dispuesto a invertir todo lo que aquella requiere.

Otro es el pacto tácito de mediocridad entre profesores y estudiantes que, un colega definía como “yo te exijo poco, luego, tú me exiges poco también”. “El profe” popular es el que dice (o piensa) el primer día de clase “por la nota no se preocupen”. Como estudiante, siempre vi en ello una auto-confesión de mediocridad, una especie de proclama de “tome lo que quiera”: a mí me da igual. Pero también, los estudiantes asumen lo que Wiesenfeld define como la actitud del “consumidor descontento”. Por eso, “si no les gusta la nota que reciben, se dirigen hacia el mostrador de ‘devoluciones’ para intentar cambiarla por otra mejor”. Allí se renueva el pacto tácito de mediocridad. Y todos contentos. Pues en eso sí estamos en los primeros lugares del mundo.

Publicado en El Mundo, Medellín, 22 de diciembre de 2011, p. 2.

Tomado de http://ivangarzonvallejo.blogspot.com/

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